domingo, 7 de junio de 2009

Trabajar ¿cansa o quema? ¿Necesito psicólogo o Comité de Empresa?

Guillermo Rendueles *

Un fantasma recorre el mundo: mata en las fábricas japonesas bajo nombres exóticos, invalida ejecutivos en América, y afecta a uno de cada cuatro trabajadores en la rica Europa. Los expertos lo llaman burnout o lo castellanizan como “queme laboral” y parece constituir una epidemia que médicos, expertos y sindicalistas tratan de atajar.

No se sabe cómo ha sido, pero al parecer multitud de trabajadores expresa su sufrimiento, no como resultado de sus condiciones reales de trabajo (precariedad, sobreexplotación, horarios alargados por el transporte), sino afirmando que su jefe y sus compañeros le persiguen y agobian.
En el inicio de la industrialización, producir proletarios no fue tarea sencilla. Las multitudes que, empujadas por el hambre, abandonaban el campo para trabajar en la fábrica, vivieron ese cambio de vida con horror. Percibían los talleres como cárceles y las viviendas obreras como ergástulas [prisiones de esclavos]. Transformar la vida –aquello que fluía en el trabajo campesino ligado a los ciclos de la naturaleza- en tiempo de trabajo y venderlo como mercancía causaba tal vivencia de desgracia obrera que el suicidio se unía como causa de muerte habitual a la de las enfermedades de la miseria urbana.

“Me cago en los capataces, accionistas y esquiroles” es el estribillo de una conocida canción minera que expresa el odio espontaneo hacia los de arriba que esa situación creaba. “Clases peligrosas” era el nombre con la que la burguesía caracterizaba al sujeto del “resentimiento proletario”. El mundo obrero era en sus fantasías una población ajena a lo civilizado.

Los ilustrados españoles de principios del siglo XX (incluida la intelectualidad del PSOE) completan esa peligrosidad con la descripción del trabajador como un sujeto ocioso que cuando cobra su salario no vuelve al tajo mientras le dure el dinero para sus vicios tabernarios. Las obreras -según esa visión- son mujeres reticentes al matrimonio o el familiarismo y siempre a un paso de la prostitución. Niños golfos que evitaban la escuela redondean esa apocalíptica percepción de un pueblo que con el menor pretexto y de forma imprevisible se amotinaba y quemaba fábricas, iglesias y cuarteles.

El higienismo médico-social fue la respuesta que las fracciones burguesas más ilustradas y reformistas diseñaron para civilizar esas poblaciones ociosas y peligrosas transformándolas en agregados de individuos que pensasen como se debe, es decir como quieren los de arriba. Poblados de casas baratas, cajas de jubilación obreras, seguros médicos, fueron las reformas que permitieron ofrecer una vida esperanzada a los que hasta entonces no tenían nada que perder.

Impartidas por socialistas de cátedra, conferencias contra la taberna, enseñanzas a las mujeres sobre la economía del hogar obrero o la crianza sana eran habituales en las Casas del Pueblo durante los años 30. Estructurar familias en aquella población tan alérgica al matrimonio fue el primer éxito del higienismo a pesar de las respuestas comunistas o libertarias que hacían gritar a Ibarruri “hijos sí, maridos no”, o a Montseny a llamar a la huelga de úteros. Escuelas con pupitres individualizados ofrecían también un futuro de ascenso social a los niños obreros más hacendosos. Esquiroles y sindicatos amarillos hacían el resto.

La sumisión y el destrozo de carácter que el trabajo industrial produce más allá de la fatiga es descrita con inusitada lucidez por Simone Weil: “Cuando salía de trabajar en la Renault estaba tan hundida que si alguien bien vestido me mandase levantarme de mi asiento hubiese obedecido y si me abofetease no habría protestado …Tras 8 horas de taller sólo podía leer el Elle que me era más toxico que la cocaína”.

Hoy aprender a trabajar exige aceptar la identidad de precario en una economía globalizada. Estar dispuesto a dejar la casa, el pueblo, los amigos para ir donde el marcado mande. Saber que el contrato no durará mas allá de unos meses por lo que todas las relaciones de compañerismo serán transitorias. La propia personalidad del trabajador debe estar disponible para reciclarse y olvidar habilidades.

El mundo del trabajo es hoy el reino de lo efímero. Las viejas solidaridades que sustentaban la lucha obrera necesitaban tiempo y tradiciones para consolidar confianza mutua que sólo el trabajo estable permite. Para luchar se necesita fijar un espacio de la batalla. El nuevo capitalismo ha aprendido a no enfrentar ninguna batalla y si presiente conflicto cierra la empresa, huye y liquida la relación laboral. Con la globalización la retirada-huida de capitales resulta la táctica más eficaz del empresario para doblegar cualquier resistencia obrera.

El trabajo se reduce entonces a un contrato individual entre el trabajador y la empresa. De ahí que la realidad subjetiva de un Nosotros (la clase obrera) no es evidente, ni logra fundar ninguna identidad distinta del Yo. Individuación y egoísmo son la única brújula para orientarse en la empresa, lo que conduce a la soledad, la suspicacia y la interpretación querulante de su malvivir. Ya no son las relaciones de trabajo lo que genera mi sufrimiento, sino tal o cual jefe concreto que no busca la productividad y por tanto mi explotación, sino mi sufrimiento.

Esas vivencias del quemado proceden de una insolidaridad previa cuando se cegó a la memoria colectiva, se desinteresó de los convenios colectivos, practicando el cinismo -yo a lo mío- cuando se maltrató a otros. Por eso la indefensión del trabajador individualizado caído en desgracia es tan patética: si nunca confió en los compañeros, mucho menos puede hacerlo ahora.

El trabajador quemado no tiene otra salida que etiquetar su sufrimiento laboral de enfermedad. El médico de familia o el psiquiatra de turno le recomendará una baja y unas pastillas adormideras que tras un corto alivio por alejarse del lugar de tormento, le dejarán aún más indefenso en su empresa al ser etiquetado de vago-simulador.

“¡Ay jubílame! ¡Ay, por tu madre, jubílame!” Esa copla de Carlos Cano parece ser el único futuro perfecto para el quemado. Pero la verdad es que no sólo para él. Jubilarse es el deseo central que preside los sueños colectivos del trabajador postmoderno.

Antaño ser un virtuoso del torno o la soldadura proporcionaba un prestigio que trascendía los muros de la fábrica y dotaba al maestro de taller de un carisma en el barrio hoy desconocido. La vieja comunidad del barrio está subsumida en el intimismo del pisito, el anonimato y el nomadeo de fin de semana. De ahí que el rentista -el que recibe dinero sin esfuerzo- emerja como el ideal del obrero precario.

Obreros que, faltos de cualquier vínculo no dinerario con sus tareas, viven el trabajo como secuestro del gozo que sueñan existe en la vida ociosa. Ulises puede ser entonces su maestro moral. Alguien que, ducho en trampas, no duda en transformarse en Nadie o traicionar y sacrificar a sus compañeros de odisea con tal de llegar a la tranquila vejez en Ítaca.

En unas recientes luchas del sector naval asturiano, trabajadores que vieron amenazada su prejubilación no dudaron en consentir el despido de la plantilla joven en la que figuraban algunos de sus hijos. Quizás los horrores de no saber qué hacer con el tiempo vacío de la jubilación, cuando el hastío de andar en bicicleta, de perfeccionar el arte de la chapuza o de alargar las partidas de cartas y las copas de mañana y tarde, les haga añorar las viejas identidades del trabajo, el barrio y el sindicato.

Ojalá la tristeza de contemplar ese futuro probable despierte en los jóvenes obreros las energías utópicas para transformar el trabajo y la vida en espacios por donde transitar sin los agobios del tiempo vendido como trabajo o el reclamo de un retiro que es sólo un esperar adormecido de la muerte.

* Guillermo Rendueles es psiquiatra; vive y trabaja en Gijón.

Publicado en: Corriente Alterna 51. Octubre 2007

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