lunes, 24 de agosto de 2009

Memorias de José Enrique Llera

José Enrique Llera Iglesias: "Dentro del mal, los que estábamos en la Plaza de Toros teníamos cierta seguridad."

«Pertenecía como soldado al Batallón “Asturias” nº 218 que mandaba Tano “el de Olloniego”, uno de los comandantes que aguantó en el frente hasta el último momento y no abandonó a sus tropas como otros. Veníamos retrocediendo del frente de Arriondas.

Un grupo de cuatro amigos nos teníamos marcada una meta: llegar a Gijón antes de la rendición a ver si podíamos coger un barco con el que llegar a Francia, pasar de nuevo a España por la frontera de Cataluña, incorporarnos al ejército de la República y seguir luchando. Después de mil peripecias y al cabo de dos días, alimentándonos con manzanas y castañas, llegamos a Gijón la noche del diecinueve o el veinte de Octubre.

En Gijón, el espectáculo era dantesco, con el gran resplandor de los depósitos de gasolina de la CAMPSA incendiados iluminando a la ciudad en tinieblas. Por las calles había personal civil y soldados por miles. Unos, con la ilusión de embarcar; otros, que se marchaban para los pueblos de los alrededores y, otros más, a esconderse donde buenamente pudiesen. Había una psicosis general de miedo a la represión; era como un presentimiento que, fatalmente, se cumplió. Fueron muchos los miles que, unos por las “chekas” de Falange y otros en consejos de guerra sumarísimos, perdieron la vida.

A la entrada de Gijón nos dividimos en dos grupos. Dos compañeros de Mieres, de los que nunca más volví a saber nada, se dirigieron directamente para El Muelle, mientras que el otro y yo nos fuimos para su casa. Gran alegría llevó su madre al verle llegar. Nos dio de cenar y, mientras cenábamos, teníamos los pies metidos en agua caliente con sal, lo cual, como estaban llenos de llagas de tanto caminar, nos sirvió de gran alivio.

Cuando nos dispusimos a partir, la madre, llorando y suplicando, se plantó en la puerta y consiguió convencer a su hijo para que se quedara. Marché, pues, solo; desde Ceares en dirección al Muelle. Había guerreras y gorras militares tiradas por doquier. Los urinarios que había en el Paseo de Begoña estaban atiborrados de ellas.

Una vez en El Muelle, me puse en una larga cola que había para subir al “María Elena”, un barco del gobierno de Euzkadi que llevaba varios meses en el puerto. Faltarían unas veinte personas para llegarme el turno para embarcar, cuando se formó un tiroteo. En medio de un gran desconcierto, todo el mundo echó a correr, y yo me refugié en un portal. Cuando renació la calma y volví a la zona de embarque, el “María Elena” ya había levado anclas, retirado la pasarela, y, poco a poco, se alejaba del muelle, iniciando una singladura que le llevaría a su meta. Años después, supe que este barco, sobrecargado como estaba y con una gran vía de agua en una de sus bodegas, logró llegar a Francia, hundiéndose pocas horas después en el puerto de Burdeos.

El cansancio era enorme, pero, no obstante, me uní a un grupo y partimos caminando hacia El Musel, a ver si en este puerto teníamos mejor suerte, pues nuestra obsesión era marcharnos a toda costa. Mas tampoco allí nos acompañaría la fortuna, y ya no hubo forma alguna de embarcar. Agotados como estábamos, regresamos a Gijón. Llegamos de madrugada, nos sentamos en un portal y nos quedamos dormidos. Cuando despertamos era ya de día. Por las calles se empezaban a ver grupos armados que por la pinta que tenían -unos, con la barba muy crecida, y otros, muy pálidos- pensé, y acerté, que eran de la “quinta columna” o “emboscados”, que así se solía llamar a esta clase de elementos.

En vista de lo difícil que se nos ponían las cosas, optamos por separarnos y cada uno tiró por un lado; además, todos éramos de diferentes pueblos de la provincia. Deambulé por Gijón de un lado para otro, sin saber qué hacer ni a dónde ir. El estómago pedía comida y, para engañarle, bebí un vaso de agua que me dieron en una casa. Esa noche dormí en un agujero entre los escombros de una casa medio destruida.

Al día siguiente, desperté temprano: el hambre es mala compañía para dormir. Me dispuse a salir de Gijón porque, pensé, manzanas, por lo menos, las encontraría. Aquel año hubo una de las mayores cosechas de manzana que se conocieron en Asturias.

Cerca del puente del río Piles, por la carretera de Somió, a ambos lados de la carretera y con un estandarte y una bandera al frente, vi dos interminables filas de soldados que se dirigían a la ciudad: comenzaban a llegar a Gijón las primeras tropas de ocupación. Tuve miedo de cruzarme con ellas, di media vuelta, y otra vez a deambular por las calles. En las aceras de la calle Corrida, junto a la Telefónica, se agolpaba la gente. Fui a ver qué ocurría y eran las tropas que desfilaban por la principal arteria de la villa. A mi lado estaba un muchacho de diecisiete años, evadido de Oviedo, que había sido soldado del Batallón “Sangre de Octubre”. Estaba desmoralizado, como todos: “Ahora -me decía-, ¿cómo me presento yo en Oviedo?” “¿Y cómo me presento yo en Colunga?”, le contesté yo. Porque aunque uno no hubiese hecho mal alguno, parecía que se presentía el futuro, y el horizonte se veía muy negro.

En la calle Corrida, atravesada de un lado a otro de la calle, había una monumental pancarta con el famoso eslogan de “¡No pasarán!” Los soldados, al pasar desfilando por debajo de ella, unos, sonreían, y otros hacían gestos de burla. Un sargento, mirando muy serio para la acera, dijo en voz alta: “¡Ya estamos pasando!, ¿qué nos vais a hacer?” Esto fue para mí ya la primera humillación.

Más tarde, anunciaron por unos altavoces que en Los Campos se iba a servir comida fría a los miles de milicianos que había por las calles. La “fame” pudo más que el amor propio, me dirigí allí y me puse en la larguísima cola. Por fin, me llegó el turno y me dieron lo que a todo el mundo: un panecillo, una lata de sardinas y dos onzas de chocolate. Todavía no habían comenzado las detenciones ni represión alguna. Tiempo después, comprendí que lo hacían para que nos confiásemos y, después, la redada fuese más fructífera, como así fue.

Me senté a comer en el suelo y a unos metros vi a mi amigo y vecino Enrique Granda. Hacía meses que no nos veíamos y el encuentro nos alegró mucho. Hablamos largo y tendido de nuestro común problema: el regreso a casa. Optamos por coger el toro por los cuernos y decidimos partir para Colunga.

A la salida de Gijón, nos encontramos con un guardia civil de Colunga que había pasado la guerra defendiendo Oviedo.

-¡Hola!, ¡hola! -Nos dijo al vernos-. ¡Vaya parejina!, ¿a dónde vais?

-Pa casa -contestamos-.

-Bueno, bueno. En Colunga os quiero yo ver.

Y el guardia civil siguió camino adelante.

Con este precedente, a punto estuvimos de dar la vuelta. Pero más que el temor a lo que nos pudiera ocurrir podía el ansia de saber algo de nuestras familias. Junto a Colunga había un campo de aviación y éste y la villa habían sufrido durísimos bombardeos de los “Junkers” nazis, y tanto mi amigo como yo, hacía tiempo que no sabíamos nada de la familia.

En Somió, nos cruzamos con una larguísima fila de soldados de Infantería que se dirigían a Gijón con sus carros, camiones y mulos. Ocupaban toda la calzada y nosotros, cabizbajos y sin apenas mirarlos, caminábamos por la cuneta. De repente, un teniente nos llama la atención y nos dice:

-¡Oigan, a la bandera se le saluda!

-¿Con qué mano, con la derecha o con la izquierda? -Pregunté yo-.

No sé cómo se me ocurrió, pero me salió espontáneo.

-¡Qué cínico! ¡Con la derecha! ¡Así! -Exclamó el teniente, al mismo tiempo que levantaba el brazo extendido y hacía el saludo fascista.

-¡Qué creen ustedes, que están todavía entre los rojos! -Añadió.

Total, que levantamos el brazo y seguimos caminando. Pero era tal la cantidad de banderas y estandartes que portaban que teníamos que ir prácticamente caminando con el brazo en alto. Algunos se reían y nos llamaban “rojos” e “hijos de puta”. Tragando bilis, nos metimos por la primera “caleya” que vimos y en una pomarada llenamos la barriga y los macutos. Luego, nos tumbamos detrás de una “sebe” a esperar pacientemente a que pasara la columna.

Continuamos rumbo a La Providencia y un “Junker”, seguramente de reconocimiento, pasó a cincuenta metros por encima de nuestras cabezas. Nos tiramos al suelo y nos quedamos inmóviles. Se le veían perfectamente los tubos de las ametralladoras y al nazi que iba detrás de ellas.

Al llegar a Quintueles, salimos a la carretera, y ahí terminó nuestro viaje y nuestra libertad. Unos soldados de las Brigadas Navarras que estaban jugando al fútbol nos llamaron y nos preguntaron si llevábamos pase. Al responder negativamente, nos dicen que nos lo dará el alférez y un soldado nos manda acompañarle hasta una casa situada en el comienzo de la bajada al puente de Arroes. Había allí una docena de milicianos en fila y, según llamaba un soldado que estaba en la puerta, iban entrando de uno en uno.

Me puse algo nervioso y pedí permiso para ir a hacer mis necesidades. Como nos habían dicho que tuviéramos la cartera preparada, aproveché para romper el carnet de la CNT y el certificado de las Fuerzas Aéreas del Norte de España, en el que figuraba como aprobado para hacer el curso de piloto.

Para lo de piloto nos habían reunido en Santander hacia el diez de Junio del treinta y siete a unos quinientos jóvenes de entre dieciocho y veintidós años. La mitad iríamos a Francia y la otra mitad a Rusia, a hacer un curso de una duración de seis meses, al cabo de los cuales y con sesenta horas de vuelo se salía de la academia como sargento piloto y te incorporabas a las Fuerzas Aéreas de la República. El viaje lo íbamos a hacer en el trasatlántico francés “Lafayette”, que ya estaba anclado en el puerto. La ofensiva fascista sobre Reinosa echó por tierra todos esos planes.

Me llamaron y entregué al alférez de las Brigadas Navarras la cartera con algunas fotos, documentos sin importancia y “belarminos”, los billetes de banco del Consejo de Asturias y León. Tenía también cuarenta y ocho pesetas en monedas de plata, y esas no las entregué. Me pasaron a la parte posterior de la casa, un patio y un gallinero bastante amplios, que estaban repletos de camaradas de distintos batallones. Al oscurecer, nos sacaron a la carretera y nos llevaron formados a un lagar, a unos cien metros, donde nos encerraron. Por la noche, nos llamaron y nos devolvieron las carteras, sin que en la mía notara falta alguna.

Al día siguiente, como no nos daban nada de comer, pedimos permiso al soldado de guardia y cogimos manzanas de una pomarada que había frente al lagar. Por la tarde, uno de los soldados se puso a escribir una carta y nos preguntó cómo se llamaba aquel pueblo. Charlamos un rato con él y le contamos el tiempo que llevábamos comiendo sólo manzanas, y la “tristeza” que nuestros estómagos tenían. Nos llevó con él a la casa que hacía de cuartel, sacó de su mochila dos chuscos bastante duros y dos latas de conserva y nos los dio. Lo devoramos todo sin pestañear, y el pan nos sabía igual que recién cocido.

Todos estos soldados de las Brigadas Navarras, en la parte izquierda de la guerrera, a la altura del corazón, llevaban prendida una medalla del “Corazón de Jesús” con esta inscripción: “¡Detente bala!” Esto demuestra el fanatismo que por aquellos tiempos tenían estas tropas.

Llevábamos ya dos días encerrados en el lagar y seguían sin darnos de comer, por lo que nos teníamos que arreglar con las manzanas de la pomarada próxima. Continuaban llegando más milicianos, seríamos más de cien, y el lagar era insuficiente para acogernos y no había espacio ni para poder sentarse. Entonces, nos sacaron, nos formaron en columna de tres y con fuerte escolta emprendimos el regreso a Gijón.

Nos llevaron a la Plaza de Toros, donde había miles de camaradas en la misma situación que nosotros. También había prisioneros en El Cerillero, La Iglesiona, El Coto, Falange y en las cuadras del cuartel de la Guardia Civil de Los Campos. Por las noches, sentíamos tiros y ráfagas de ametralladora y creíamos que eran partisanos: ¡qué equivocados estábamos! Los disparos eran en la playa, en La Providencia o en el cementerio de Ceares, lugares preferidos por las “chekas” (de Falange) para efectuar sus asesinatos. De La Iglesiona, por camiones sacaban a los prisioneros para asesinarles en Ceares. La brutal, salvaje y ensañada represión sobre el vencido comenzaba así en Gijón.

Dentro del mal, los que estábamos en la Plaza de Toros teníamos cierta seguridad. Dos o tres veces que fueron los de las “chekas” a sacar presos y los militares que estaban de guardia los despacharon de mala manera. Una de las veces, en pleno día, un teniente les llamó asesinos y les dijo que si no se marchaban inmediatamente ordenaba a sus soldados hacer fuego sobre ellos. Estos hechos ocurrieron en la calle, frente a la entrada principal de la Plaza. Lo vimos todos los que estábamos paseando por la parte interior de la verja, porque hasta por la noche no nos cerraban dentro de la Plaza. Dormíamos en el suelo, sobre unas tablas y, para combatir el frío, encendíamos fogatas con la madera de la propia Plaza.

Al lado mío, había un grupo de gallegos, los cuales, bien ignorantes estarían de la situación, hacía poco tiempo que se habían pasado a nuestras filas por el frente de San Esteban de Pravia. Esos tenían un verdadero problema, pues, supongo, más tarde el juez les juzgaría como desertores.

Después de llevar siete días a base de manzanas, al día siguiente de llegar a la Plaza de Toros comenzaron a darnos de comer. También empezaron los palos. Irrumpían dentro de la plaza los guardias de Asalto y al grito de: “¡A formar!”, comenzaban a dar patadas, hostias y culatazos. En quince días que duró mi estancia en la Plaza, solamente me cazaron una vez que estaba sentado, pues, de pie, corría más que ellos. Me dieron un culatazo en el pecho que me tiró de espaldas. Me levanté como si tuviera un resorte y emulando al mejor velocista llegué a la formación. Tuve dolores en el pecho y un renegrón que me duró más de un mes. Esto fue al principio, porque, luego, ya pusimos “guardias” en las puertas que nos avisaban cuando venían los de Asalto y echábamos a correr de un lado para otro. En honor a la verdad, debo decir que los militares encargados de nuestra vigilancia, durante mi estancia en la Plaza, no pegaron a nadie. Eran siempre los de Asalto, claro que alguna autorización presentarían para que los dejaran pasar.

Un día, nos pusieron tropas de Regulares, moros, de guardia; pero al día siguiente los retiraron y volvieron los soldados españoles.

Desde la verja, vi pasar por la calle a un soldado que era de Gobiendes y al que conocía. Le llamé, hablé con él y por su mediación pude mandar aviso a mi madre, que me vino a ver y me trajo castañas cocidas, nueces y chocolate, que no sé de dónde lo habría sacado la pobre; y también una manta. Le pregunté por mi hermano y me dijo que hacía más de un mes que nada sabía de él.

Bastante tiempo después, por su propia boca, pude conocer la odisea de mi hermano, desde que le hicieron prisionero en El Mazuco hasta terminar yendo a dar a un Batallón Disciplinario en el Campo de Gibraltar. Merece la pena dejar un momento mis memorias para contar cómo hicieron prisionero a mi hermano. Luego, quien esto lea que saque sus conclusiones sobre los motivos que tuvieron los autodenominados “cruzados” para traer a los enemigos de la cruz a ayudarles.

“Estábamos -cuenta mi hermano- en pleno combate en la Sierra del Mazuco, cuando sentimos gritar a nuestras espaldas: “¡alto, paisa!, ¡alto, paisa!” Nos coparon, pensé. Miro tras de mí y veo a un numeroso grupo de moros. Los teníamos a nuestras espaldas apuntándonos y con las bayonetas caladas. Nosotros seríamos unos cincuenta. Levantamos los brazos y se acercaron a nosotros y empezaron a cachear a la gente. Lo quitaban todo: botas, carteras, relojes, chaquetas de cuero, todo. Y luego los asesinaban hundiéndoles la bayoneta. Me llegó el turno; me estaba quitando las botas y no acertaba. El moro, bayoneta en ristre, me metía prisa. Yo no podía más, viendo la muerte en las manos de aquel asesino. Me acordé de mi hija que, con poco más de un año, se quedaba huérfana. Me hice por mí las necesidades, pues en esos momentos los valientes no existen. Como en el cine, la salvación llegó en los últimos segundos: la mía y la de dieciséis compañeros más. Apareció un alférez español de Regulares que, fusta en mano y hablando en árabe muy indignado, empezó a repartir fustazos a diestro y siniestro. De esta forma se terminó la matanza. Nos puso una escolta de soldados españoles y nos bajaron para Llanes.” Y así terminó mi hermano su relato.

[En un panegírico dedicado a J.E. Casariego y escrito por varios autores, un artículo de Juan A. Cabezas, titulado: “J.E. Casariego: un asturiano leal, humanista y humanitario”; y en el se dice lo siguiente: “(...)Siempre demostró Casariego la fidelidad a sus ideas, pero jamás utilizó la venganza y la crueldad con sus enemigos. Se hizo notorio su comportamiento con un grupo de prisioneros “rojos”, capturados por su unidad en los combates de la asturiana Sierra de Cuera, en el concejo de Llanes. Como sabía que iban a ser fusilados, los llevó a “tierra de nadie”, ordenó al piquete que disparasen al aire varias ráfagas de fusil ametrallador y mandó a los prisioneros (jóvenes bisoños de las últimas quintas movilizadas por los republicanos) que huyesen por el monte. Con aquel fingido “fusilamiento”, salvó el capitán Casariego una veintena vidas.”

La pregunta que surge inmediatamente es si todavía tras más de un año de guerra seguía siendo la norma en el ejército nacionalista fusilar a los prisioneros. En caso afirmativo, entonces los moros no hacían sino lo que veían hacer...]

Entre otros, estaba en la Plaza de Toros un tal Rendueles, que en el año treinta y seis era portero de fútbol del Sporting. Era muy simpático y un tanto alocado. Todos los días llegaba gente preguntando, unos, por sus familiares; otros, indagando en plan policiaco si estaba determinada persona para, luego, reclamarla. Como éramos varios miles y todavía no nos habían hecho filiación alguna, cuando venían a preguntar por alguien, el oficial de guardia acudía a Rendueles y éste se subía a un destartalado camión que estaba junto a la verja y pedía silencio; contaba un par de chistes y nombraba a la persona reclamada. Esta, según viera quién preguntaba por ella, lo cual era fácil de averiguar, pues el oficial la acompañaba, se presentaba o no.

Al lado de la Plaza de Toros estaba el chalet de Víctor Salas y lo habilitaron para oficinas. Un día, pidieron voluntarios para hacer la filiación de vascos y montañeses, y, entre otros, salimos Granda y yo. La filiación o ficha constaba de: nombre y apellidos, edad, pueblo del que eras natural, partido político al que pertenecías, si habías ido voluntario al frente o por la quinta, graduación, si te habías entregado o te habían hecho prisionero, con armas o sin ellas y de qué clase. Ese trabajo duró cinco días, durante los cuales podíamos comer en la cocina y repetir las veces que quisiéramos.

Otro día, a la hora de la comida, se presentó un equipo de cine alemán y nos estuvo filmando durante media hora. Ese día nos habían dado rancho extraordinario y postre, y un kilo de pan blanco por persona. Se ve que la propaganda la tenían bien organizada.

Llevaríamos quince días en la Plaza, cuando un día de principios de Noviembre llegan los de Asalto en tromba y dando leña a todo el mundo como siempre. Pero esta vez mandan que los asturianos formásemos dentro de la Plaza. Creíamos que era una formación más, pero, no sé por dónde se supo, pronto circuló el rumor de que nos marchábamos. Formar a más de mil personas con edades que iban de los dieciséis a los sesenta años y con los de Asalto repartiendo leña origina confusión y lleva su tiempo. Rápidamente, me fui al lugar en el que acampaba, cogí una manta, el macuto con ropa, la maquinilla de afeitar, el plato y la cuchara, y volví a la formación, que aún tardó en terminar de hacerse. Igual que yo hicieron otros, y acertamos, pues una vez formados nos sacaron de la Plaza. Me quedó allí otra manta y casi toda la comida que me había llevado mi madre, todo lo cual di a los gallegos.

A la salida de la Plaza, una chica, llorando, gritó: “¡Adiós, padre! ¿Dónde te llevan?” Y al mismo tiempo trató de darle un abrazo. Un guardia de Asalto le pegó una bofetada, la cogió bruscamente por un brazo y gritando: “¡Hala, roja, tú también!”, la metió en la formación. La llevó hasta El Muelle y allí la mandó marchar.

Fuimos caminando por Marqués de San Esteban, sin saber si el destino era la Estación del Norte o El Musel. Sería El Musel. Entre mi amigo Granda y yo, como buenamente pudimos, llevamos casi en volandas a un señor, ya mayor, de Caravia Alta, el cual estaba enfermo y muy reumático, por lo que apenas si podía andar. Tiempo después, a este mismo señor lo trajeron de vuelta del campo de concentración para Gijón y le fusilaron.

En La Calzada, próxima a Cuatro Caminos, había una fuente al lado de la calle. Varios prisioneros se acercaron a ella para saciar su sed y, al momento, fueron maltratados por los guardias con toda clase de golpes, patadas y bofetadas. Uno de ellos estaba bebiendo por un plato, lo que le impidió ver acercarse al guardia que, de un culatazo, le metió el plato por la boca y le partió tres dientes.

En El Musel, nos embarcaron en un viejo carguero: el “Alfonso Senra”. Este barco había estado primero cruzando el Estrecho trayendo moros para España y estaba lleno de piojos. Nada más sentarte en el suelo o apoyarte en cualquier lado, te llenabas de ellos. El barco tenía cuatro bodegas de dos pisos cada una: dos a proa y dos a popa. Una vez en las bodegas, los guardias de Asalto nos dieron una última despedida a base de golpes para que bajásemos a la bodega inferior. Ya nunca más los tuvimos de guardianes. A bordo, les relevaron falangistas. Partimos inmediatamente sin saber a dónde nos llevaban, hasta que nos vimos anclados en el puerto de La Coruña, frente a la Banca Pastor.»

Extraído de: Las memorias manuscritas inéditas de José Enrique Llera, tituladas "Prisionero del odio".
Encontrado en: Asturias Republicana

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