Está en su apogeo la fiebre electoral. Es mejor calificarla de fiebre de la farsa. Una pléyade de políticos de todos los matices y con múltiples programas, van por todas partes como desviviéndose por servir al pueblo para hacerle feliz. En cada villorrio, en cada barrio, en cada distrito, un mitin de cada fracción política. Es un derroche de verborrea, de demagogia, de jacobinismo. Brotan los Demóstenes como las ortigas. Es la época en que se revelan, en serie, sabios capaces de resolver fácilmente los problemas más difíciles.
Manifiestos a granel, conferencias a domicilio, sermones laicos en la plaza pública; una plaga imposible de atajar. En el ligero avión, en el pesado tren o el rápido automóvil viajan sin cesar los personajes de la comedia política a la caza de un acta. No hay rincón al que no llegue el latiguillo emocionante, la frase mordaz, la promesa redentora del político traicionero.
Las complacencias de estas gentes son un dechado de democracia con los electores. Sonrisitas por acá, ceremonias por allá, ofrecimientos por el otro lado, palmaditas en los hombros, fuertes apretones de manos, efusivos abrazos...Tal parece, en vísperas de la inmoral comedia electorera, que la sociedad ha transformado repentinamente a los hombres, convirtiendo los odios en fraternal aglutinante. El señorito, rebosante de orgullo, desciende a la choza, afable y generoso. El furibundo demagogo, sube al palacio y dobla su altanería tribunicia. La diferencia de clases, la divergencia de programas se esfuma en el ambiente de cordialidad de lobos ¿No son todos unos, a la postre? Lo esencial, lo que todos anhelan, aquello por lo que se desviven, es el triunfo.
Alianzas que, teóricamente, son una inconsecuencia, se realizan. Se llevan a cabo procedimientos que encierran la negación más rotunda. La única moral -moral loyolesca- es la de lograr el triunfo sin reparar en medios. Y si no van más allá en sus inconsecuencias es por temor a que resulten contraproducentes. ¡Qué si no...!
Y no son solo los aspirantes a diputados los que se sienten magnánimos estos días. También lo son los agentes electorales que cobran bien por serlo. Es algo parecido a la caridad oficial, que retribuye espléndidamente a los burócratas que la representan, para que repartan unos ochavos entre los mendigos.
¡Como cambia la vida estos días! Cambia ¡claro está! en la superficie. De las madrigueras políticas salen avalanchas de jefes y jefecillos que con aire belicoso tratan de llegar al corazón del pueblo, una vez más, para hacer creer a las gentes su simulado redentorismo. ¡Ellos, incapaces de gobernarse a sí mismos, queriendo hacer felices a los demás!
EI Estado -dicen- hará la felicidad del pueblo con leyes benefactoras. Trabajad, sed buenos ciudadanos, enriqueced al Estado, dejadnos hacer-, es el clásico estribillo del ignorantón audaz metido a sabio. Es el retruécano del hombre de negocios que necesita una "ganzúa" parlamentaria para doblar sus millones. Es el anzuelo del abogado pobre que anda a la caza del carguito político que le ayude a ganar fácilmente los pleitos. Es el pobre diablo un poco charlatán que quiere ser "algo" y busca en los amaños electoreros el modo de lograrlo.
Son divertidísimas las elecciones. Todos a una, resueltamente, tienen "razón". Cada fracción es la "única". Cada grupo es el auténtico "salvador". Cada coalición es la que está en posesión de la "verdad". Con ser diferentes y tener distinto origen, cada uno de los partidos posee el programa "redentor". Y ¡como lo defienden! Las frases más hirientes, los conceptos más mortificantes, las historietas más bajas se sueltan a chorro.
Es la política; esa política en que, según la frase lapidaria, hay un porcentaje de noventa y nueve pillos por cada hombre honrado. Es la política que reparte los intereses del pueblo entre los elegidos borreguilmente. Es la política de los remiendos al hambre, parches a la miseria, cataplasmas a la ignorancia, paños calientes a la prostitución, antifaz de paz a la guerra.
No obstante, la política es la mejor cosa del mundo... para los políticos. El pez en el agua no está mejor que el político en el parlamento. Aquel da coletazos si le ponen en seco; éste pronuncia detonantes alocuciones en cuanto le dan la cesantía. ¡Y como truenan!
Los anarquistas resultamos unos angelitos en la tribuna, al lado de esos pescadores de río revuelto. "Haremos la revolución" - exclaman - "un fusil cuesta lo que un traje". Por ese estilo encarrilan sus arrebatadoras disertaciones, encanto de bobos y regocijo de pillos. Cada arenga estremece.
Un político no se pone melancólico hasta que se queda sin acta. Vivir como un don nadie, como cualquier otro ciudadano, es para él una gran tragedia. Asi se explica lo que hacen ahora para salvarse del naufragio los ex-diputados. Se disputan los puestos con encono sacristanesco, echándose espuertas de vileza, usando, la zancadilla. Todos se creen con indiscutibles méritos a la hora de treparhacia el botín.
¡Y son esas gentes las que van a salvar a España! Creo que convendría salvara España del contacto con ellos.
Jose María Martínez.
Publicado en: CNT, de Madrid, 30-10-1933.
Extraído de: "José María Martínez: símbolo ejemplar del obrerismo militante", de Ramón Álvarez Palomo.
Encontrado en: Asturiasrepublicana.com
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